jueves, 21 de enero de 2010

Creemos en la Persona y Obra del Espíritu Santo

Cuando Jesús el Cristo exclamó desde la cruz del calvario “Consumado es” estaba poniendo punto final a la obra de expiación en esta tierra. Después de su resurrección y ascensión al cielo entonces fue posible la obra del Espíritu Santo en su derramamiento en el Pentecostés que dio inicio a la iglesia y la inspiración de la Escritura. El Espíritu divino habita en cada uno de lo que han creído y han sido bautizados conforme al evangelio de Cristo (Mr.16.16), es en este sentido que la iglesia vive una nueva era, la era del Espíritu, no como una influencia o energía sagrada, sino como una Persona de la Deidad igualmente merecedora de toda la adoración y gloria junto al Padre y al Hijo.
La encarnación o nacimiento de Jesús es obra del Espíritu como vinculo de unión entre Dios el Padre y el Hijo: “Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lc.1.35-36) Es el Espíritu Santo el encargado del gran misterio de la fe de fusionar lo no creado y preexistente con la naturaleza humana de María en la Persona del Hijo.
Durante el ministerio terrenal de Jesús fue su humanidad el templo del Espíritu Santo otorgado sin medida por Dios Padre, Jesús siempre ejerció su ministerio bajo la comunión y dirección del Espíritu “Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida. El Padre ama al Hijo, y todas las cosas ha entregado en su mano” (Jn.3.34-35). Cuando Jesús entrega su sangre por nosotros y se produce su ascensión ya deja de estar bajo la guía del Espíritu y él a su vez se convierte en el dador de ese mismo Espíritu a su iglesia: “Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hch.2.33) “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado” (Jn.16.7-11)
Así como Jesús de Nazaret reveló definitivamente a Dios Padre a la humanidad entonces la obra del Espíritu va a consistir en revelar al Hijo a su iglesia para adorarlo y glorificar su Señorío: “Por tanto, os hago saber que nadie que hable por el Espíritu de Dios llama anatema a Jesús; y nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Co.12.3)
En el nacimiento de la iglesia en Pentecostés el Espíritu Santo continúa la obra de Jesús ministrándola y dándola a conocer a su iglesia “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Jn.14.16-18). En Pentecostés los apóstoles fueron llenos del Espíritu Santo comenzando con capacitar a los discípulos con el don milagroso de poder anunciar el evangelio a los representantes de otras naciones y que lo oyeran en sus respectivas lenguas natales (Hch.2.4).
En Pentecostés ante la interrogante de “Varones hermanos, ¿qué haremos?” proveniente de la multitud arrepentida al serle anunciado el evangelio de Cristo por Pedro vemos como el apóstol responde: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. … Así que, los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas” (Hch.2.37-41) Esta ayuda del Espíritu solo es posible cumpliendo las enseñanzas de Jesús “Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn.14.23-24) Como podemos apreciar la obra del Espíritu Santo como Persona de la Deidad está conectada directamente a la salvación del alma de cada individuo redimido por la sangre del Cordero, y en consecuencia directa con el establecimiento de la iglesia y como fuente insustituible de poder en su testimonio ante el mundo pecador. El Espíritu es el Paracleto o Consolador quien tiene como función enseñar y recordar las enseñanzas de Jesús: “Os he dicho estas cosas estando con vosotros. Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn.14.25-27)
El Espíritu Santo una vez recibido por el creyente el momento de cumplir el mandamiento del bautismo va a ministrar en dos sentidos, capacitando al nuevo convertido tanto en relación a los frutos del Espíritu como en relación a los dones. El fruto del Espíritu es el AMOR como indicador que identifica al verdadero convertido como hijo de Dios y la madurez espiritual que ha alcanzado. En cuanto a los dones del Espíritu son las capacidades destinadas al servicio al prójimo y que son vitales para que la misión de la iglesia tenga éxito. Jesús hizo la provisión suficiente para nuestra salvación, al obedecer el mandamiento del bautismo el pecador recibe según la Escritura dos beneficios de la gracia divina: el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo. El llamamiento gratuito de Dios para la salvación del ser humano es por medio del Espíritu de manera directa por la Palabra convenciéndolo de su condición pecadora. El propósito de Cristo no solo es salvar al alma individual sino reunir a todos los redimidos en una organización espiritual que es su iglesia y es el Espíritu Santo el vinculo común que une a todos los miembros unos con otros y todos a su vez con la Cabeza que es Cristo Jesús.

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